Un sábado por la tarde varios hombres se subieron a los postes para colgar carteles promoviendo la candidatura de Ernesto Zedillo, remplazo del recién asesinado Luis Donaldo Colosio. Aquellos hombres terminaron su labor en menos de quince minutos y aprovecharon el viaje para remover cualquier evidencia de la campaña de Colosio y cualquier anuncio a favor de los candidatos de oposición. En las paredes también habían carteles de papel. El tiempo les mostró poco respeto. Las tormentas contribuyeron a la decadencia de la democracia en las paredes.

Los sábados a las cinco las calles no estaban ni llenas ni vacías, los adultos ni sobrios ni borrachos. No era ni tarde ni temprano y el alma de Parrez seguía indecisa entre la alegría infantil sabatina y la pesadumbre de la adolescencia. Los sábados a las cinco de la tarde en el D.F. le traían una sensación conocida, como si nada hubiera realmente cambiado en los cinco años y medio que su familia vivió en California, como si esa hora sirviera para verificar que pese a todo lo que puede ocurrir, aunque se enterrara a la antigua ciudad bajo una nueva, cada sábado a las cinco, el alma del D.F. quedaba expuesta y confirmaba ser la misma de siempre con o sin centros comerciales y taxis verdes. A esa hora también aparecía la vecina Tita Jiménez, madre de Domingo Jiménez. Tita cruzaba la calle con sus dos perros a comprar su primera cerveza. Al verla, Domingo, a quien pusieron de poste de una de las porterías, se escondía detrás de un auto. Tita nunca saludaba ni a Parrez ni a nadie aunque los conocía bien a todos. Ya tenía la cerveza abierta antes de pagarla y un cigarro humeaba entre sus dedos cuando salía de la tienda. Tecate y cigarro en mano, ordenaba a gritos que su hijo Domingo se metiera a su casa. Tita ni siquiera permitía que Domingo se despidiera de sus amigos, algo que Parrez interpretó como un pecado pues en su regreso al país descubrió la importancia de darle la mano a todos los hombres y besar la mejilla de todas las mujeres si llegaba o se iba. Eso se llama tener educación. Y su tío le había dicho que su mano parecía una trucha muerta o peor aún un bistec crudo pero caliente y sudado. Desde entonces aprendió a secarse las manos en el pantalón antes de ofrecer un saludo firme.
Domingo se fue con los gritos de su madre y los muchachos lo remplazaron con una cubeta.
por Benjamín de Buen @bdebuen