Texto de Farid Barquet
—La cartera no da para más, la cantera tampoco. De veras, Pérez. Créame. No tenemos con qué contratar nuevos jugadores y los prospectos que teníamos los vendimos o los prestamos porque no hay dinero. Sin embargo, estamos seguros de que usted sabrá hacer las cosas bien, Pérez. Precisamente por eso la Directiva pensó en usted, por eso lo trajimos.
Pérez sabía que el Presidente decía una verdad a medias. Era cierto que se habían fijado en él, pero por vía de eliminación: todos los entrenadores disponibles habían desechado el ofrecimiento de dirigir aquel equipo, entre otras razones, porque ningún colega estaba dispuesto a viajar hasta ciudades lejanas en camiones, menos a hospedarse en hoteles que no fueran sinónimo de un grado que juzgaran aceptable de confort. Pero como Pérez llevaba varias temporadas sin trabajo, aquel club de acelerado empobrecimiento le ofrecía una oportunidad, quizá la última, de apersonarse todos los días en los entrenamientos, de vociferar los domingos desde el banquillo, y así poder sentir otra vez el placer rutinario pero tonificante de “palpar la fresca porosidad del cuero, seguir con los dedos las canaletas demarcatorias de los gajos”[1].
Pérez solía poner fin a sus elucubraciones así, con citas perfectamente memorizadas de Roberto Fontanarrosa, de quien se había convertido en admirador. Porque Pérez, desde sus años de jugador, gustaba de la lectura, hábito que recientemente se le había acendrado mientras estuvo sumido en la inactividad laboral. Lector y gente de futbol, Pérez jamás se perdía las colaboraciones periodísticas semanales de Juan Villoro, pero nunca imaginó que uno de los consabidos artículos de cada viernes, el correspondiente al 9 de diciembre de 2011, marcaría el destino de su nuevo equipo.
No fue todo el texto, tampoco su idea vertebral, sino tan solo un pequeño fragmento, el que Pérez juzgaba esclarecedor, el que según él contenía la fórmula, “la pieza faltante en el caos”[2], que le permitiría sacar lo mejor de sus jugadores, muchos de los cuales conjugaban en pasado sus mejores tardes sobre una cancha de futbol profesional, esa “tersa planicie esmeralda”[3] de la que tanto hablaba Fontanarrosa y que en nada se parecía a los “potreros con más hoyos que pasto”[4], cuasi desiertos de “tierra agrietada”[5] en los que Villoro, su nuevo referente, jugaba en pesadillas.
En el quinto párrafo de aquel artículo de Villoro, Pérez leyó:
Los políticos han desarrollado argucias para complacer a los escritores (cuya vanidad es fácil de tocar). Norman Mailer contaba que John F. Kennedy ejercía un método infalible: no elogiaba a un novelista por su obra más conocida, sino por algún volumen marginal o incluso fracasado. Ante esa inesperada mención, el autor se sentía al fin comprendido. De acuerdo con el método Kennedy, si uno se encuentra a Gabriel García Márquez, no debe encomiar Cien años de soledad sino Ojos de perro azul[6].
Sus muchos años en el medio habían acuñado en Pérez la certeza irrefutable de que si algo compartían escritores y futbolistas era la vanidad. Entonces se le ocurrió que, siguiendo el método Kennedy, él podría tocar la vanidad de sus jugadores con una estratagema similar, escarbando en sus biografías futbolísticas hasta encontrar pasajes marginales, incluso fracasados, tal como lo prescribía la receta del ex presidente estadounidense.
Con denodada insistencia, Pérez decía una y otra vez para sus adentros: “Kennedy no elogiaba a un novelista por su obra más conocida, sino por algún volumen marginal o incluso fracasado”. Con la repetición constante buscaba grabarse a fuego la conseja que tan oportunamente había encontrado. Y como de Villoro había aprendido también otras dos cosas, a saber: 1) que “nada sale sobrando”[7] y 2) que “cada quien elige sus buenas razones para creer en algo”[8], Pérez resolvió que precisamente porque sus muchachos hacía tiempo que habían dejado de serlo, encontraría suficiente materia prima de recuerdos labrados por sus piernas —y Villoro también le había enseñado que “los recuerdos duran mucho más que las piernas”[9]— como para poder diseñar una táctica análoga a aquel método, usufructuario de la vanidad, en el que había empezado a creer.
Se dio a la tarea de redactar pequeñas fichas con dos o tres datos acerca de episodios marginales o incluso fracasados, de la carrera de todos y cada uno de los integrantes del plantel que iba a empezar a dirigir. No se abocó a buscar datos de esos que se guglean y se encuentran fácilmente en Wikipedia; los que Pérez ansiaba encontrar estarían seguramente bastante ocultos, de esos que solo se pueden rastrear hurgando en las profundidades de la hemeroteca.
Una vez elaboradas las fichas con ayuda de su flamante asistente técnico, relevado desde entonces de acudir a la cancha y confinado a pasar los días a la caza de hallazgos útiles para el plan de su jefe, Pérez resolvió sin dilaciones poner a prueba el método Kennedy, adaptado a las imperiosas necesidades de su equipo. Después de la primera práctica al frente de sus nuevos dirigidos —que no dirigidos nuevos— Pérez llamó aparte al Mono Ríos, quien había jugado en los dos clubes grandes del futbol nacional. El Mono, acostumbrado al protocolo de presentación con los entrenadores recién llegados, esperaba que Pérez le recordara sus pretéritos laureles, como todos hacían. Para sorpresa de Ríos, Pérez no le elogió algún prodigio de sus años venturosos sino sus andanzas, ya remotas, defendiendo los colores de un modesto equipo de una provincia lejana al que Ríos se incorporó cuando frisaba la veintena de edad, decisión que bien pudo haberlo defenestrado sin remedio:
—Siempre he pensado, Ríos, que usted en su juventud acertó marchándose al hoy desaparecido Unión de Estibadores, que jugaba en Tercera División, en vez de quedarse a mirar desde la grada a sus compañeros de la Primera de un grande. No fue un arrebato el suyo, tampoco un desplante de impaciencia, no Ríos, todo lo contrario. Dio una muestra de su hambre de futbol. Se ve que usted tenía clara desde entonces su enorme valía, que no podía estarse desperdiciando a la espera quizá interminable de una oportunidad estelar. Una indisposición de Requena, que siempre era el central titular, podía no llegar jamás. Y lejos de enzarzarse en una pugna con aquel defensor inamovible, en la inteligencia de que “los que aman lo mismo se odian entre sí”[10], usted no prohijó animadversiones sino que prefirió evitar fricciones intestinas, que siempre terminan por perjudicar al colectivo. Y se fue a Estibadores. Porque antes que a los clubes rimbombantes, lo que usted verdaderamente amaba desde tan tierna edad, era al futbol, sí Ríos, al futbol, y por eso valientemente decidió irse a jugarlo donde podía hacerlo, así como desde hoy, tenga la seguridad, lo seguirá haciendo como titular en este equipo que estará bajo mi mando a partir de hoy.
Ríos quedó absorto, su mente transportada a aquellos terregales de la Tercera en que su carrera pudo entrar en el olvido pero donde terminó por renacer, a pesar de lo cual procuraba reprimir el recuerdo de aquellas andanzas. Las paredes de su casa, donde la familia exhibía a sus invitados los trofeos, las medallas, las camisetas de los clubes granados en los que el Mono había militado, no destinaban ni el más mínimo espacio en el rincón invisible debajo de la escalera, a la colocación de alguna foto de Ríos con la camiseta de Estibadores.
Pérez esperaba de Ríos un apretón de manos a modo de despedida, pero recibió en cambio un cálido abrazo, que sirvió como primera evidencia de que el método Kennedy contribuía a generar empatía con sus dirigidos.
Otro día tuvo la idea de invitar un asado al foráneo Fascioli, volante creativo. A la hora del digestivo, Pérez soltó:
—Si yo hubiera estado en su lugar en aquel partido por el ascenso en su país natal, yo habría hecho lo mismo que usted: tirar por encima del arquero, que además le cubría cualquier otro ángulo de disparo. Que el gigante Carpolini se mantuviera quieto y el balón quedara a su merced… la parálisis del pánico terminó por ayudarle. Si usted hubiera buscado meterla a segundo poste, Carpolini se la atajaba seguro. Hasta Pelé la habría intentado igual, por arriba, así que no fue cosa de usted, Fascioli.
En otra ocasión probó con Humberto Macías Gasque a la salida del vestidor:
—Todo jugador debiera ser siempre fiel a su forma de tirar penaltis. Usted es el ejemplo vivo de esa convicción, todo un modelo de congruencia. De no sé cuántas veces en que a usted le ha tocado patear, únicamente erró en una. No haga caso de los merolicos de la prensa pagada que exigen al tirador innovar, distraer al guardameta. El suyo es un porcentaje altísimo de éxito, Gasque, se mire por donde se mire.
Al término de un partido, Pérez declaró ante los medios de comunicación:
—Nuestros aficionados tienen por costumbre desmentir esa máxima de Voltaire de que “al público enseguida lo hastía ser generoso”[11], pero creo que hoy no fueron del todo justos con Castillo, pues le recriminaron con silbidos por dar rebote en el tercer gol. Si nuestro arquero hubiera intentado atrapar y no rechazar, se le habría colado la pelota al arco, visto el lodazal del área chica. Se les olvida que Castillo decidió no quedarse con un balón similar en las pre-eliminatorias para el Mundial infantil de hace ocho años, al cual finalmente pudo asistir nuestra selección, que injustamente no incluyó en la lista definitiva de convocados a nuestro hoy portero, quien tanto ayudó a conseguir la calificación.
Días después, durante la semana de trabajo y ya entrado, Pérez se siguió:
—Oiga Robles, tengo para mí que usted volvió de Europa por motivos del todo ajenos a esa infundada y hasta calumniosa baja de juego. No era necesario ser Einstein para darse cuenta de que los directivos de allá no querían pagarle como corresponde a una figura, y eso que ya había marcado dos goles en tres partidos. Los goles son los goles, Robles: no importa si los anotó a los sotaneros o si nomás los empujó con el pómulo a medio metro de la portería…
—Nada más lo vi, Zarazúa, recordé lo bien que jugaba usted la contención en la sub-20. Hoy se le ve cómodo en la lateral derecha, pero si las circunstancias lo permiten, no dudaré en devolverle, después de tantas temporadas, aquel viejo puesto que le sentaba estupendamente…
Con el paso de los partidos aquellos jugadores se convirtieron en solipsistas en grado de paroxismo, inoculada por Pérez en cada uno de ellos una autosuficiencia desconocida. Su entrenador los vindicaba desde una ubicuidad desconcertante: un conocimiento puntual de lo ocurrido hasta en los partidos disputados a puerta cerrada.
Pérez se paseaba muy orondo por el club, apelando discreta y sistemáticamente, al modo de Carpentier, al recurso del método, del método Kennedy, cuya eficacia lo tenía embelesado.
Hasta que de tanto recurrir al método Kennedy, éste se le revirtió a Pérez. Los efectos contraproducentes, de los que Villoro no le había precavido, no se hicieron esperar: Ríos quería jugar siempre todos los minutos bajo el argumento de que su hambre de futbol no toleraba frugalidad; Fascioli, aunque no tuviera la portería en la mira o sin verse apremiado por el marcaje del adversario, pateaba por encima del portero, para confirmarse en la teoría según la cual, entre el travesaño y las yemas de los dedos del portero le aguardaba un intersticio ideal, aunque usualmente desaprovechado, para encontrar el camino del gol; Macías Gasque se había vuelto un terco incorregible de disparo previsible; Castillo puñeteaba hasta los balones que le llegaban con absoluta mansedumbre; Robles dejaba de entrenar y exigía aumentos salariales nomás anotaba un golecito de penal, mientras que Zarazúa solía dejar al extremo izquierdo de los adversarios en situación de ventaja inmejorable por irse a ocupar la contención que de joven le sentaba tan bien, pero en la que apenas sabía hacer labores de recuperación.
Fue así como Pérez logó que el vestuario del que era un equipo alicaído cuando recibió el timón, se convirtiera bajo el método Kennedy en un rosario de corazones henchidos de orgullo, de moral tan alta que rebasaba el techo del estadio, sin reparar suficientemente en que lo que no rebasaba ni la mitad de la tabla general eran los puntos que había logrado sumar durante el torneo.
Al ver más de cerca el descenso que la cima del campeonato, una mañana la Directiva llamó a Pérez para informarle que no estaban dispuestos a que el equipo acentuara su ya aguda marginalidad ni a correr el riesgo de ahogarse en el fracaso. Pérez no esperó el aviso de la rescisión y renunció en el acto. Pidió despedirse de la afición en rueda de prensa, pero ni los reporteros se habían quedado a esperar las noticias surgidas de aquel cónclave. En la sala que habitualmente ocupaban los reporteros con sus trípodes y micrófonos, no se vio ninguno. Lo que sí se vio fue un puñado de treintones recién bañados, vestidos a la moda, esmeradamente peinados y olorosos a lociones de diseñador, agradecidos con quien les había devuelto algo más que la pura vanidad.
Farid Barquet Climent es abogado, Profesor en el ITAM y en la Facultad de Derecho de la UNAM, y autor de un libro de textos de futbol, A perfil cambiado, que circula bajo el sello de Ediciones Coyoacán.
[1] Fontanarrosa, Roberto, El área 18, Planeta, 2ª edición., Buenos Aires, 2012, p. 17.
[2] Villoro, Juan, Los culpables, Almadía, Oaxaca, 2007, p. 119.
[3] Fontanarrosa, El área 18, op. cit., p. 45.
[4] Villoro, Juan, “’Yo soy Fontanarrosa’”, en El apocalipsis (todo incluido), Almadía, Oaxaca, 2014, p. 61.
[5] Villoro, “’Yo soy Fontanarrosa’”, op. cit., p. 62.
[6] Villoro, Juan, “Libros y poder”, Reforma, 9 de diciembre de 2011.
[7] Villoro, Juan, “Las hojas blancas”, en A.A.V.V., Proceso 30 años, octubre-diciembre 2006, México, p. 267.
[8] Villoro, Juan, “Buenas razones”, en ¿Hay vida en la Tierra?, Almadía, Oaxaca, 2012, p. 125.
[9] Villoro, Los culpables, op. cit., p. 42.
[10] Villoro, Juan, El testigo, Anagrama, México, 2004, p. 82.
[11] Voltaire, Aforismos. Extraídos de la correspondencia, Hermida Editores, Madrid, 2013, p. 48.