Han pasado algunos meses desde que sentí el fuerte impulso de no ver más partidos mundialistas y prometo que no es mi intención convertirme en una de esas personas que leen una cosa y luego no dejan en paz a nadie que no se deje convencer de hacer lo mismo. Sé que abstenerme de ver el mundial no cambiará nada, ni sé cuál es la solución para esta situación laboral que impera en la construcción de las sedes, que de ser real es indignante y vergonzosa (la información en BBC, The Guardian y hasta CNN es contundente).

Lo que pretendo es expresar el malestar de algo que se ha vuelto un patrón en nuestra forma de vida en casi todo lo que hacemos, sobre todo en nuestras transacciones monetarias, incluso las que son más elementales y no nada más en aquellas que hacemos por capricho: parece que en cada acción le estamos jodiendo la vida a alguien más.
Lo fácil y cómodo es suponer que algo tan bello y puro como el futbol está exento de perversión, que los anuncios de la FIFA, el himno del Fair Play, la campaña anti-racismo, los niños (o mascotas) que salen de la mano de los jugadores, la esperanza de ver a tu país en un mundial, la catarsis del gol, los consuelos entre vencedores y derrotados y todas las expresiones humanas de la cancha son la esencia misma de este juego (al que me rehúso a reducir a un simple deporte, uno, porque no hay que ser atlético para jugarlo bien, dos, porque sus ondulaciones hacen vibrar las fibras de la sociedad como no lo hacen otras actividades deportivas profesionales).
Por ello es doblemente perverso que estas sesiones de noventa minutos sean el equivalente a hacer una exfoliación, que sean un filtro capaz de remover toda impureza endémica de la organización de los mundiales.
Voy al súper a comprar mandarinas y termino apoyando inadvertidamente a que se abuse de los agricultores. Lleno el tanque de gasolina del auto y le estoy dando dinero a una petrolera que llenó el Golfo de México de crudo sabiendo que la de enfrente ha desfondado países africanos. Me subo a un tren y resulta que la concesionaria promueve la ocupación de Gaza. Tengo un iPhone y resulta que… ni siquiera viendo el mundial de futbol, eso que supuestamente nos hermana a todos, dejamos de solapar abusos.
En su libro Revolution, el actor y comediante Russell Brand tuvo constantemente que justificar sus ataques contra los oligarcas que concentran la riqueza del mundo, siendo él uno de ellos, sabiendo que este argumento podría servir para desacreditar una serie de interesantes posturas que propone sobre el mundo actual. No soy millonario, como él, pero entiendo que escribo estas palabras desde el privilegio, llamémosle la comodidad del aficionado que llega a la tribuna, compra su cerveza, ve el partido, se va y ni se fija en la construcción que lo rodea más que para admirar su belleza arquitectónica; escribo desde un escritorio ubicado en un suburbio del primer mundo. Aquí puedo bloquear toda información sobre el mundial que no tenga que ver con el futbol y así preocuparme más por los siguientes asuntos mundialistas en la agenda como el quinto (ojalá sexto, séptimo y octavo) partido de la Selección Mexicana en Rusia 2018 (¿por qué siempre se limitan a cinco?)
Pero sigo convencido de no ver el mundial (y no es porque a México le tocó el grupo de la muerte). Puede ser una falta de imaginación o creatividad, el hecho de no buscar otra forma de manifestar este desagrado. Lo que sí sé es que la forma de operar en la organización del mundial es disonante con la hermandad y el compañerismo que he vivido cuando he estado en una cancha.