Konan llevaba las manos en los bolsillos, la mirada sembrada en la superficie de tierra. Cada tantos metros pateaba un objeto. Lo alcanzaba y lo volvía a patear. Sobraba la basura, podía jugar basurabol todo el camino. Si algún objeto se le iba, siempre había otro. Y no es como si las calles de Cañas tuvieran banquetas. La mayoría era de tierra dura como tantos campos de futbol.
Konan se mandó un autopase y lo alcanzó para disparar de primera intención contra la reja de su casa. Celebró su gol con los brazos abiertos rumbo a la puerta principal. Junto a la reja descansaban viejas glorias, deshechos de otros recorridos.
Llevaba muchos años a pie. Cuando era muy niño Konan iba y regresaba de la escuela a bordo de su caballo Muñeco hasta que su padrastro Calleja vendió al miserable Muñeco para pagar deudas y sacó a Konan de la escuela. Calleja se felicitó por un negocio redondo, se libró de las cuentas del animal, pagó sus deudas y además, se hizo de un nuevo empleado al que no tenía que pagar por sus servicios. A partir de ese día se llevó a Konan a ordeñar vacas cada mañana antes del amanecer, aunque no por pararse temprano se pueda decir que Calleja era un hombre trabajador. Les acompañaba Oracio tan pedote como Calleja, y en un principio, también iba el sobrino de Calleja de nombre Pastor. Calleja y Oracio vaciaban caguamas de cerveza que Konan les traía de la camioneta y si se acababan, bebían pajaretes con leche que Konan les ordeñaba directo de la vaca para mezclar con alcohol de farmacia y polvo Milo o chocomilk.
Konan aprendió a controlar el balón entre las vacas que aceptaban su pequeña e infantil presencia y sobre el terreno disparejo consecuencia de las lluvias y los pasos pesados del ganado. Konan les hablaba suave mientras narraba las jugadas que armaba en su imaginación y eso a las vacas parecía complacerles tanto que le abrían el paso.
Si no tenía balón, pateaba algún otro objeto de tantos que había en la calle. Los sábados se iba a la cancha municipal a ver los partidos de la liga local y si había otros niños de su edad, a veces jugaban un partido cuando terminaran de usar la cancha los equipos oficiales. En una de esas tardes fue descubierto por el jefe del rastro, Don Luis, un hombre de mirada curtida y sonrisas pequeñas, también hombre de apuestas aunque los casinos más cercanos, se suponía, estaban hasta Las Vegas. El Rastro Cañas venía de perder una vez más y con el personal que había en sus filas, difícilmente podrían cambiar el rumbo.
Un día, Calleja fue a dejar a Konan en la puerta del rastro. Ahí estaba Don Luis para recibirlos y, aunque no cruzaron palabra, Calleja le mandó un saludo desde el volante hasta la puerta del rastro, con la mano y las cejas bien alzadas. Faltaban horas para el amanecer pero al interior de la enorme bodega ya se trabajaba con normalidad. Konan había ido antes al rastro para sacrificar a alguna de las vacas de Calleja que se había lastimado o enfermado, y para pasar por Pastor el sobrino de Calleja también empleado de Don Luis. Ese fue el último día que Calleja le dio aventón a Konan. A partir de entonces tuvo que caminar y para ello estableció las únicas reglas de basurabol. Si la pelota se sale del camino, nunca des más de un paso al costado por recuperarla. Debía siempre patear derecho. El objetivo era patear el mismo objeto desde su casa hasta llegar a su destino.
Sus responsabilidades en el rastro aumentaron cuando empezó a crecer y a fortalecerse. Se iba a veces al mercado a ayudar a los carniceros a cambio de propinas, necesarias, porque el rastro le pagaba poco. Del sacrificio nunca se encargó más que en su cumpleaños quince, cuando le prometieron la hombría a cambio de cumplir con el rito de paso que habían superado en su momento todos los empleados del rastro. Ya estaba el becerro en el corralito esperándolo, la luz de la todavía brillante luna le pegaba directo en el lomo. Le dieron a Konan la pistoleta y un toque de marihuana y esperaron a que se armara de valor para disparar. Todos observaban. Konan miró a Don Luis, a Pastor y al Wellington, un vegetariano panzón. Konan ya sabía lo que le esperaba. Dispárale entre los cuernos, encadénale las patas para colgarlo de las vigas, desángralo del cuello. Córtale la cabeza, quítale la máscara, bájalo del techo para remover las pezuñas y el cuero, y para abrirle la caja torácica. Cuélgalo de nuevo, sácale las vísceras, abre el estómago, separa el estiércol, divide el cadáver en dos con la enorme sierra eléctrica y lleva los cortes al muelle de carga donde ya florecía un bosque de carne muerta.
Le disparó entre los cuernos. El torito cayó y rodó hacia el exterior del corral. Luego, el torito se volvió a levantar. Miraba a Konan con ojos giratorios, sangraba de la cabeza, bufaba. Konan le apuntó con la pistoleta sin saber qué hacer hasta que Pastor se la arrebató y le disparó de nuevo al animal entre los cuernos.
-A nadie le gusta morir- dijo Don Luis encogido de hombros. Siempre lo decía. Fue la última vez que Konan tuvo que sacrificar un animal. Esa tarde, después de trabajar, hicieron un asado. Fue casi la única vez que a Konan se le olvidó jugar basurabol rumbo a su casa.
por Benjamín de Buen @bdebuen